Metas de estudio y contenido del trabajo
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Información específica:
No es necesario sufrir una tendinitis para ser un virtuoso
“Que cada nota tenga vida”... –‘técnica’ no consiste en bajar teclas rápido
Es una particularidad de la música, el arte sonoro, que depende del tiempo: existe sólo en el concreto instante cuando suena. Desde el momento de la composición de una obra, lo único que persiste de forma segura e inmutable, suele ser la partitura, que no es la música misma, sino nada más que las indicaciones que –en realidad de forma bastante parcial– definen cómo debe ser la obra cuando suene. La música depende de alguien que la hace sonar; y así se puede decir que hasta las más grandes obras musicales siempre tienen un aspecto de potencialidad, de estar ‘durmientes’: la música es un arte que siempre espera, y necesita, ser ‘despertado’ para existir.
Esto nos da una gran responsabilidad.
Es una responsabilidad doble. Tenemos que realizar una interpretación justa y respetuosa, fiel a la obra originalmente escrita y a su espíritu; y tenemos que dar vida a la obra.
Hay una parte casi artesanal en el camino hacia una buena y justa interpretación. Fraseo correcto, respeto por el estilo, entendimiento y análisis formal, el reconocimiento de las opciones de articulación, de dinámica (matices como forte y piano), reconocimiento de distintas texturas de homofonía o de polifonía, según el caso el estudio de cada voz por sí misma, la apropiada elección de destacar o no una parte, una melodía, quizás de tocar cantabile, etc. –todo esto hasta cierto punto se puede enseñar y aprender, como todo trabajo artesanal. Manejando esto y teniendo buen gusto, uno ya logra una cierta calidad en las interpretaciones que no es de menospreciar, una base con un nivel ya relativamente sofisticado.
Sobre esta base, sin embargo, hay que ir un paso más lejos. Por ejemplo, no alcanza captar la arquitectura formal de una obra, de entender de armonía etc., si bien todo esto es necesario. Hay que captar la dramaturgía interna, la estructura emocional y esencial de la obra.
Allí se entra en la parte más difícil, más profunda, más personal del trabajo. Porque una interpretación que no es nada más que ‘correcta’, es una cosa vacía, sin vida, sin sentido.
En la música, para que realmente exista de nuevo en el presente, siempre tenemos que re-crear las obras, tal como son, pero con la misma intensidad y frescura como si fueran nuevas, como si fueran compuestas en el mismo momento.
Una obra musical ha nacido en una persona, con sentimientos y espíritu humanos (quien normalmente no es el intérprete), y para poder llegar en pleno al oyente, tiene que re-vivir en el momento de ser interpretada, idealmente en toda su plenitud, con todos los sentimientos humanos y todas las facetas de su espíritu. Lograr esto no es fácil y a veces requiere todo lo que está adentro de nuestra persona. Pero no podemos evitar el intento: si no logramos de esta manera ‘despertar’ la obra, una obra que quizás amemos, no será entendida, no revivirá con toda la riqueza y calidad humana que alberga, y en el fondo lo que suena quizás no sea más que una pieza algo interesante, histórica, museal, muerta.
Entonces sólo parece esto una contradicción: una interpretación ha de ser profundamente subjetiva, como también objetiva al mismo tiempo. Tiene que ser personal y justa a la vez. Pero sin subjetividad, sin estar arraigada en la persona del músico, no puede cobrar vida, y entonces uno de alguna manera en realidad tampoco sería objetivo y respetuoso con la obra, no le haría justicia por más correcto en el estilo que la toque: porque la obra una vez nació de una subjetividad humana, de esa proviene su esencia. El mismo respeto absoluto y ‘objetivo’ por la obra, entonces, nos obliga a ‘despertarla’ cada vez de vuelta a ser de nuevo una cosa subjetiva en el presente, por medio de una verdadera interpretación, para realmente poder hablar de lo de que nos sabe hablar.
Para que esto pueda tener lugar, las interpretaciones necesitan de la profundidad y de la libertad de la persona, de fantasía, imaginación, espontaneidad, sentido poético, fuerza expresiva. Necesitan de un músico que tenga algo por decir –y que sea tan modesto como para no querer otra cosa de que esto en su interpretación coincida con lo que tiene por decir la obra.
El respeto y la curiosidad por la obra, que debe ser nuestra postura fundamental, nos hace buscar constantemente, tratar de ‘descubrirla’, de encontrar cómo es realmente y debe ser interpretada, de entenderla profundamente. Hay que llegar a casi hacerla algo propio, sin tergiversarla, sino para poder re-crearla realmente, desde nuestra persona con todos sus sentimientos, experiencias y sensaciones.
Todo esto suena como una gran y seria exigencia, y lo es. Pero no siempre y solamente toma una forma pesadamente estudiosa. Dadas las condiciones, hecha una profunda búsqueda y preparación, es algo que se puede dar en el momento de tocar en una suerte de libre juego creativo, en un contacto directo entre la esencia de la obra y la esencia de la persona que la interpreta, del cual a veces nacen las interpretaciones más logradas, logradas y dadas también con un placer profundo. Esos, cuando se dan, son momentos muy felices.
Lo que hacemos con todo el estudio, en el amplio sentido de la palabra, es preparar un lugar adentro nuestro donde, cuando toquemos, puede aparecer y, por ahí, establecerse un poco, la famosa ‘inspiración’. Porque no viene simplemente así nomás. Necesita ese lugar preparado para –quizás– hacerse ver.
Una buena interpretación no es una versión final y fija de la obra. Si bien continuamente tenemos que buscar ‘la interpretación ideal’ como si existiera en forma de una determinada versión: si debe ser una cosa con vida, presente, tiene que ser distinta en cada momento, tanto como lo somos nosotros, y será distinta en diferentes personas, sin necesariamente por eso perder validez. Ya las obras mismas tienen muchas facetas, y mientras se esté fiel a su esencia y espíritu y no se le superponga la subjetividad nuestra simplemente porque nos gusta, con las diferencias que existen entre las personas, su temperamento y sus experiencias, se puede dar una infinidad de interpretaciones que serán todas por lo menos levemente distintas pero no traicionan la obra, sino pueden formar parte de la verdad, la riqueza y el potencial de lo que es.
Si nos abrimos a esta realidad, hace profundamente interesante y plena nuestra profesión. Cada concierto es, en este sentido, una nueva aventura, profunda, libre, rica y llena de creatividad, y si acertamos con nuestros esfuerzos, se puede establecer esa gran comunicación que en la música, sin necesitar palabras, puede por momentos y con gran profundidad conectar al compositor, al intérprete y al oyente, aquella profunda comunicación que es la naturaleza del arte.